viernes, 16 de octubre de 2020

Primer capítulo de la segunda aventura del inspector Marín.-

           Estimados:

            Para todos aquellos que me lo habéis solicitado, os paso el primer capítulo de la nueva novela que tendrá como protagonista de nuevo al inspector Marín.

            Espero que sea de vuestro agrado.

            Salud2.


        CAPÍTULO 1.- LA LLAMADA DEL NORTE. 

 

Julián Bravo bostezó.  

El expediente que tenía sobre la mesa era antiguo y sin resolver. Un asunto extraño y difícil de encuadrar. Una mujer desaparecida sin pistas. Un año de pesquisas sin éxitoSin cadáver ni tampoco indicios de crimen. El marido, interrogado por la Guardia Civil, afirma que su esposa huyó con algún amante. El registro en su casa, negativo. Matrimonio sin hijos aunque con frecuentes discusiones avaladas por la testifical de varios vecinos. El comandante del puesto de la localidad en cuestión pide ayuda. El atestado continúa en punto muerto sin visos de aclararse. La familia de la desaparecida solicita explicaciones que no pueden ser satisfechasSon de Asturias, de una pedanía lejana y perdida cercana al emblemático Naranco de Bulnes. 

«Buena persona, Matías». 

Se conocieron hace ya más de veinte años, de vacaciones en Salobreña. Desde entonces habían mantenido el contacto, y en más de una ocasión, Bravo había disfrutado de la hospitalidad y el buen trato del amigo en su propia casa. Sí, Asturias era una región mágica. Julián estaba convencido de ello. Además, tenía constancia de que las «meigas» no sólo habitaban la costa gallega. También poblaban numerosas localidades astures. Prueba evidente, la propia esposa de Matías, una morena de ojos verdes que respondía al nombre de Ayalga. La señora cuidaba con dedicación a su esposo y a sus dos hijos, Matías y Anxelina, y dejaba tiempo para lo que ella denominaba «conversaciones con los espíritus». En realidad, eran oraciones que la señora elevaba a dioses arcanos traídos por una cultura ancestral y desconocida hoy en día. Bravo no podía disimular su admiración por ella, y su interés, que resultaba difícil de ocultar, iba más allá de la amistad sincera por su marido.  

Julián, recio en el trato con sus subordinados pero cercano en el resto de relaciones, burgalés para más señas, era jefe del grupo de homicidios en Sevilla. Para su mismísima intimidad guardaba la fascinación por los asuntos ocultos, sucesos paranormales y demás temática mistérica. Ello no era óbice para que se maravillara de la actitud de otras personas, que sin ambages, confesaban a todo el mundo su fe en un mundo existente más allá de lo perceptible. «No, ese tema me lo guardo. Menuda excusa daría a mis inspectores para chancear al respecto. Y no digamos de los jefes, en Madrid». 

Así, muchas veces camuflada dentro de las páginas de un diario de tirada local, traía a su despacho algún ejemplar de la revista esotérica «Más allá», que leía con atención y disfrute cuando se encontraba a solas y libre de miradas indiscretas.  

«Otro mundo existe, sí, pero no es propio de un jefe de inspectores afición semejante», se decía a menudo para justificar la ocultación. 

El atestado había llegado en un sobre con el membrete de la Guardia Civil. Adjunta, una nota manuscrita del propio Matías que decía lo siguiente: 

 

“Estimado amigo: 

Espero estés bien. Por aquí, como de costumbre. Algún hurto de ganado y poca cosa más. Sin embargo, hay un asunto que me preocupa especialmente y por ello te envío copia de las diligencias realizadas hasta ahora. Se trata de la desaparición de una muchacha que motiva mi solicitud de ayuda por tu parte. Cuando hayas leído el atestado, me llamas y comentamos. 

Un abrazo. 

Matías Pedraza.” 

 

Julián lo había llamado y Matías, cordial y honrado como siempre, le había solicitado ayuda expresamente luego de contar los pormenores del caso 

La mencionada desaparición era un quiste alojado en el alma de un pueblo de no más de quinientas almas. Los vecinos, hoscos y de mal talante, habían culpado al comandante de puesto de la falta de resultados. La investigación fallida era un lastre para todos, que consideraban a la chica desaparecida como de su familia, y no les faltaba razón. No en vano, Eugenia, que así era conocida la presunta víctima, tenía parentesco con la propia esposa de Matías por parte de un primo lejano. Así eran las cosas en Asturias, aldeas muy pequeñas donde la consanguinidad siquiera de refilón era algo asumido. Y la tal Eugenia, como era conocida, nació con el nombre de Eustaquia, aunque con el paso del tiempo, se la llamó como a su madre. Tan idénticas eran en cuanto al físico que muchos lugareños casi no podían distinguirlas. 

Eugenia, como era conocida, pasó su infancia y juventud en el pueblo. Luego de cursar estudios obligatorios, su padre, Gustavo, apodado «el francés» por su ascendencia materna, la requirió para que ayudara en las labores de la casa, de modo que la joven dejó el colegio a los dieciséis años y quedó en el caserío, ordeñando vacas a primera hora para luego dar de comer a las gallinas. Terminada esa tarea, se dirigía a la huerta, donde cumplía las instrucciones de su padre en cuanto al cuidado de lechugas, ajo, acelgas y otros cultivos que proporcionaban sustento a la familia.  

Gustavo y Eugenia no tuvieron hijos, tan sólo una hija y por tanto, a ella le estaban destinadas las tareas más bien masculinas que requerían el cuidado de una granja. Su madre, con otras miras para su progenie, no tardó en darse cuenta de que Eugenia hija llamaba la atención entre los chicos del pueblo por su dulzura y belleza, y a la edad de dieciocho años, cuando estaba siendo cortejada por Augusto, el zagal de la Engracia. Hijo único y heredero de una granja cercana, rondaba a menudo por el paraje donde vivía la chica. Un día se encontraron, y una historia de amor rural y casto nació entre ellos. La madre reparó en ello, y actuó como carabina en algunos de los encuentros entre los enamorados. El padre de la chica, entretanto, vivía ajeno a tales sucesos amatorios, tan absorto se hallaba entre vacas, cabras y judías.  

Un buen día, transcurrido un año del primer encuentro, Gustavo llegó a la casa cargado con una carga de lechugas. Se encontró en el porche con Augusto, que conversaba con su hija y su mujer. Al punto, el primero se levantó del asiento con expresión mezcla de temor y respeto. El padre llevó las lechugas a la cocina y luego se envaró en la puerta de entrada. Su mujer lo invitó a sentarse con ellos y preparó bebidas, unos zumos de limón que eran las delicias del señor de la hacienda. El aire era frío y puro, y la mirada del cabeza de familia se posó en el invitado. Augusto bajó la suya con ánimo sumiso, y la madre habló. Veinte minutos después, Gustavo autorizó el noviazgo. «Qué diantre, eres heredero de la finca de tus padres, está cerca de aquí y si mi hija te aprecia, no veo inconveniente. Eso sí, el compromiso no antes de un año. Hay que cumplir las formas». 

El chico asintió agradecido. 

Año y medio después, ambos contraían nupcias en la iglesia del pueblo. Los invitados, que eran multitud, vitoreaban con alegría, lanzando consignas para que el enlace les proporcionara muchos hijos y felicidad. 

A los veinte años, poco puede saberse del matrimonio y de los hombres. Poco o nada, diría su madre. Sin embargo, el consejo más importante de Eugenia fue que respetara a su marido por encima de todo, y que soportara lo mejor posible sus defectos y arbitrariedades. Sin embargo, tras cinco años de las nupcias, algo cambió. Eugenia y Gustavo, que fueron a vivir a una casa radicada en la propia finca de los padres de él, no quedaba encinta. Este hecho amargó al marido, que comenzó a beber de manera poco prudente. En lugar de regresar a casa luego del trabajo, gustaba de acudir a los bares del lugar donde bebía sin mesura hasta que el dueño le indicaba que debía marcharse porque iban a cerrar. Eugenia no acertaba a comprender cómo no albergaba ya un bebé en su seno. Sus visitas al médico del pueblo no fueron demasiado alentadoras. Tras varios análisis que hubieron de hacerse, los resultados no fueron concluyentes. «Quizá el esperma de tu marido no sea demasiado idóneo, Eugenia. Mueren al poco tiempo, lo que impide la fecundación del óvulo». Esa notica era demasiado humillante para trasladarla a su marido, de modo que calló. Cuando él le preguntaba, ella se limitaba a decir que los médicos recomendaban seguir intentándolo, porque no había impedimento médico alguno. 

Meses después, hubo varios episodios de malos tratos que Eugenia no denunció. Augusto llegaba bebido a casa, culpándola a ella de no haber tenido descendencia. La chica callaba y encajaba insultos y collejas con la máxima resignación posible. Sin embargo, su madre tomó cartas en el asunto, En una ocasión que su hija apareció con varios moratones en el rostro, se decidió a hablar al yerno. «La próxima vez te mato. ¿Me oyes? No hará falta que lo haga mi esposo. Yo misma me encargaré». 

Los testigos hablan de discusiones a altas horas de la madrugada. La casa estaba alejada del pueblo, pero un sendero cercano que daba acceso a un abrevadero era frecuentado por pastores a todas horas, y facilitó la investigación en ese sentido. La servidumbre de paso brindó la posibilidad de conocer de muchas bocas lo que en realidad ocurría en ese matrimonio. 

Augusto continuó con la misma actitud de antes. Sin embargo, tras la advertencia de su suegra, dejó de pegar a Eugenia, aunque las discusiones por nimios motivos continuaron con la frecuencia de antes 

Un buen día, los vecinos comenzaron a murmurar abiertamente: Augusto tenía una amante, una tal Matilde, divorciada sin hijos llegada de Bulnes. La liquidación de bienes de su matrimonio la había dejado en buena posición, y disfrutaba en propiedad un caserón en el pueblo y varias tierras de labor que le proporcionaban el dinero de los arriendos. Por ello, estaba ociosa y con ganas de vivir la vida, según sus propios conocidos. Así, trabó amistad con Augusto en un bar, y tras una noche de borrachera, comenzaron una aventura que a los pocos días era «vox populi». Eugenia fue la última en enterarse. Una amiga bien intencionada la puso al corriente. «Tu marido te engaña con Matilde, la de Bulnes. Sólo quiero que lo sepas», le dijo. 

El amancebamiento de Augusto fue algo tolerado hasta cierto punto por los vecinos. No querían enfrentarse al amante bandido cuya conducta había cambiado para adquirir tintes violentos para todo aquel que osara contradecirle. Eugenia, resignada, se limitaba a realizar su trabajo en la hacienda. Cuando su marido llegaba por las noches, poco tenían que hablar. Augusto se quedaba dormido la mayoría de las veces. La relación estaba muerta, aunque quedaba que ambas partes asumieran ese hecho. 

Así las cosas, en septiembre del año pasado, Eugenia desapareció sin dejar rastro. Sin más, sin notas, sin recoger sus cosas que aún permanecían en el domicilio conyugal.  

¿Qué había ocurrido desde entonces? Poca cosa. La Guardia Civil registró la casa de punta a cabo, sin encontrar nada sospechoso. Se interrogó a numerosos testigos, pero la acusación de infidelidad era poca base para un supuesto caso de asesinato. 

Algunos malintencionados hablaron de escarceos por parte de la desaparecida con forasteros, que visitaban el pueblo en busca de ganado y buen negocio. Sin embargo, nada se aclaró. Los individuos en cuestión no fueron identificados, ni tampoco su prodecendia. Se hablaba de gente venida de Madrid, otros comentaban que eran hombres cercanos, de la comarca. En cualquier caso, las pesquisas no pudieron arrojar nada positivo en ese sentido. De ahí que el marido se escudara en que la esposa huyera con alguno de ellos, sin duda para abandonarlo. No, no se llevaban bien, él mismo lo reconoció. Desde entonces, Augusto llevaba solo la finca, bajo la mirada atenta y perspicaz del resto de vecinos, que pese a todo, lo miraban mal. No era buena cosa que el pueblo supiera que maltrataba a su mujer. 

Bravo colgó el móvil con una sensación extraña. Su amigo Matías le había solicitado ayuda, pero no estaba seguro de poder brindársela. En efecto, él mismo con gusto haría el viaje para hacer una investigación en persona, pero ello era imposible. La tarea en la jefatura no dejaba lugar para ocios ni vacaciones. «Vente quince días, sólo necesito eso. Tiempo suficiente para que averigües las claves del caso». No, era imposible. Ya había disfrutado sus treinta días correspondientes, y no tenía excusa para ausentarse tanto tiempo. «En ese caso, mándame a alguno de sus inspectores, alguno bueno», cedió Matías. Y sin embargo, Bravo tuvo que responder que lo pensaría. 

En efecto, la tarea en jefatura tenía comprometidos a todos sus inspectores. Lázaro y Marina andaban con el caso de los Facundos, una familia dedicada a la venta de droga. El patriarca había sido asesinado en un posible ajuste de cuentas, y el expediente era reciente. No, imposible. Bravo pensó en sus otros dos inspectores, pero negó con la cabeza. Ambos tenían asignados sendos casos y tenían previstas varias testificales de importancia y alguna que otra detención. Por último, pensó en Marín. ¿Era el mejor de sus inspectores? No lo sabía con certeza. En cualquier caso, no era santo de su devoción. Resolvía asuntos, eso sí, pero en su contra estaban la falta de disciplina, la desobediencia más o menos manifiesta a las órdenes y su forma caótica de llevar los casos. Por otro lado, era inteligente y resolvía casos antiguos que ningún otro se habría atrevido a revisar. No, quizá no fuera el mejor, pero sí ofrecía muchas garantías. Miró en el ordenador los casos que tenía actualmente asignados, y sonrió. Desde el caso del psicópata, (Véase la obra “Diario de un psicópata”, 2020) lo había alejado de la llamada en la jerga “primera linea”, esto es, casos que de algún modo u otro salían a la luz pública. Por eso, en la actualidad llevaba varias órdenes de busca de individuos sospechosos pero aún no imputados. «Es hora de cambiar eso», se dijo. Luego accedió al expediente personal del susodicho y comprobó con satisfacción que aún tenía pendientes quince días de vacaciones. «Sí, parece que la elección es perfecta. Ahora habrá que ver cómo lo convenzo para que acceda». 

Bravo tenía que encontrar una baza que hasta cierto punto, obligaara al inspector a  colaborar con lo que pretendía. Pero ¿cuál podía ser? Se palpó las sienes en busca de la respuesta, y no la halló. Luego, como si de un código mágico se tratara, extrajo la revista «Más allá» del cajón y pasó las páginas en busca de ayuda.  

Por fin, encontró lo que buscaba.