miércoles, 31 de julio de 2019

CAPÍTULO II DIARIO DE UN PSICÓPATA.-


CAPÍTULO 2.- LAS GEMELAS AGUIRRE.-

Otra vez lunes. De nuevo esa sensación de peso en la nuca y el augurio de una semana difícil. El jefe estaba especialmente quisquilloso con el asunto de las gemelas. ¿Una de ellas podía ser la sospechosa, las dos o ninguna de ellas?¿Había alguien de fuera de la casa involucrado, como en el caso Urquijo? Una muerte en la familia, y ciertos indicios de que no fue por causas naturales. Gente de bien, apenas nada en las noticias y una orden directa: no imputar a nadie hasta que lo tengamos claro. “Pero Marín, mueva el culo, ¿oyó?, quiero resultados o le archivo el caso.”
     Julián Bravo, el jefe de grupo, era un hombre a primera vista educado, aunque sus modales a veces rozaban el insulto. Revestido de un halo de familiaridad, se permitía ciertas licencias con sus subordinados que vistas desde fuera podían considerarse claras humillaciones. A su favor, una hoja de servicios perfecta y un olfato criminal envidiable. Vino de Burgos, trasladado. La culpable, una cordobesa afincada en Triana, una fiera entre sábanas. “Créeme, Marín, a mi edad nunca pensé que mujer así pudiera existir. Me tiene totalmente abducido.” Y es que el jefe, según le había confesado un día Lázaro delante de un par de cafés y sendas magdalenas de chocolate, era un devoto seguidor de las series y programas que tenían a los extraterrestres como protagonistas.
—No me jodas.—Marín abrió tanto los ojos que sus pestañas chocaron con el cristal de las gafas.
—Tal y como te lo cuento. Una noche me encontré al jefe en un pub del centro. Estaba ebrio, y en dicho estado me hizo la confesión, haciéndome jurar sobre la memoria de mi madre que nunca lo contaría.
—Y sin embargo, me lo has contado.
—Bah, mi madre murió hace ya tiempo. Dejó casi todos sus bienes a mi hermano sólo porque era el mayor, un parásito sin empleo con cinco niños de tres madres distintas. Según ella, tenía más necesidad que yo. El juramento me lo paso por los cojones.
—Ya veo.
Por tanto, lunes mediodía, de camino. Había concertado una entrevista con ellas; por teléfono, como siempre. Marín recorrió a pie la escasa distancia entre la comisaría y el inmueble familiar. Un piso en un alto bloque, muy céntrico, en el barrio de Los Remedios. Un sexto con ascensor, y según pudo saber después, con una amplísima terraza.
El video portero se iluminó y una voz del otro lado del Atlántico respondió.
—Buen día. ¿Qué desea?
—Vengo a ver a las hermanas Aguirre. Soy de la policía.
—¿Otra vez? Bueno, espere un momento.
Marín se apoyó en la pared, la mañana estaba siendo calurosa, aunque el móvil le indicaba bajada de las temperaturas para el fin de semana. Buscó en el bolsillo sin hallar pañuelo alguno, seguro lo dejó en casa. A falta de pan, secó el sudor con el dorso de la mano. Tras unos largos segundos, un zumbido molesto y persistente le indicó que la puerta estaba abierta.
El ascensor, pintado de un verde anticuado y pringoso, era exasperantemente lento. Su interior, pequeño y cuadriculado, parecía querer medir el temple de sus usuarios y su resistencia a la claustrofobia. Marín volvió a sudar nada más entrar, y tuvo la extraña sensación de que las paredes menguaban a cada piso que dejaba atrás. Llegó al último con la respiración entrecortada y empapado en sudor. Juró bajar por las escaleras.
—¿A quién debo anunciar?
La puerta de la izquierda, según se salía del engendro torturador pintado de verde, aparecía abierta y asegurada por una chica de tamaño medio vestida con el típico uniforme del servicio doméstico de los años sesenta, blanco sobre negro o al revés según se mire, cofia y zapatos a juego. Su mente saltó como un rayo: «Nombre, Luciana Rodríguez, uno sesenta metros de estatura. Procedencia, Colombia. Edad, treinta y cuatro años, soltera, con papeles. Lleva en la casa un año, cinco en total en España. Sin antecedentes penales ni policiales».
—Soy el inspector Marín. Concerté una cita con las hermanas Aguirre ayer.
—Pase.
La fámula guió a Marín hasta una especie de vestíbulo con sofá esquinado y una mesita baja.
—Espere un momento, voy a avisar.
—Gracias.
Luciana se perdió por un pasillo, a la izquierda de la entrada, y Marín, por instinto, le miró el trasero mientras la chica se alejaba. «Prometedor», se dijo.
Desvió la vista hacia su derecha: un revistero, un mueble bar y varias publicaciones médicas, con ilustraciones que no tuvo intención alguna de descifrar. Su mirada se posó en un número de “Interviú” en cuya portada aparecía un titular que rezaba “Por qué faltan médicos en España”, entre otros. La chica que mostraba sus pechos a la concurrencia era Kate Rockwell, de la serie “Sexo en Nueva York”. Abrió la revista fechada en el año 2.009 y fue directo a las páginas centrales.
—Pase por aquí.
Chasqueó la lengua; le hubiera gustado ver a aquella hembra con tranquilidad, pero no había tiempo. El trabajo, siempre el trabajo …
La chica lo guió a través de un largo pasillo en semipenumbra, hasta que apareció de repente un salón enorme, cuadrangular y con un ventanal que prácticamente lo recorría de uno a otro extremo. Varias macetas de mediano tamaño en las esquinas y una luz natural limpia y abundante daban a la estancia un aspecto casi tropical. A la derecha, un sofá enorme, en forma de L y detrás del mismo, una estantería que llegaba hasta el techo llena de libros. Sentadas, dos mujeres una junto a la otra.
—El inspector Marín, ¿verdad?
—Sí.
—Siéntese, por favor.
Dámaso, obediente, acomodó sus posaderas con cierta lentitud mientras daba un repaso mental a la información básica que necesitaba. «Marta y María Aguirre, 35 años, gemelas idénticas, uno sesenta y cinco de estatura, cabello castaño. Relación con la víctima, sobrinas carnales por vía materna. Ambas licenciadas en Filosofía por la Universidad de Sevilla. Solteras, y sin compromiso conocido».
—Usted dirá. ¿Hay alguna novedad sobre el caso?
Habló la que estaba sentada a la izquierda del inspector. Marín se percató de que ambas iban vestidas iguales, minifalda azul claro, camiseta blanca y zapatillas a juego. Los calcetines, a rayas celestes y blancas. No estaban maquilladas, ni tan siquiera una pizca de carmín en los labios. Su mirada de viejo policía reconoció los rasgos de los rostros que había visto antes, en las fotos del expediente. Rasgos finos, delicados, con pómulos algo salientes, barbillas con hoyuelo y labios desiguales, siendo un poco más grueso el inferior. Los ojos, grisáceos, de una tonalidad y tamaño tan extraños como sugestivos. En efecto, Marín recordaba haber visto alguna que otra película de serie B, en la que aparecían seres de otro planeta con formas oculares parecidas a las de las chicas que tenía delante. «Formas muy bellas, sin duda», se dijo.
—Pues verá, de momento no estoy autorizado a darles ninguna información. Tan sólo venía a ver si podían facilitarme documentación médica de su tío, y hablarme de las últimas visitas que tuvo días antes de su muerte. Si es que tuvo alguna, claro.
—Nuestro tío recibía únicamente la visita de su amigo Kako, que venía de vez en cuando.
Habló la otra chica, la que estaba sentada a la derecha del inspector. Marín abrió la boca para hablar, pero la otra hermana se le adelantó.
—Perdón, somos unas maleducadas y entiendo su desconcierto. Yo soy Marta y ella es mi hermana María. Yo soy la mayor.
El inspector miró sus manos, dos pares colocadas en la misma posición: sobre las rodillas.
—Bueno, Keiko también venía alguna que otra vez.
Esta vez fue María la que habló. En ese instante, entró la chica colombiana.
—¿Necesitan algo los señores?
—¿Quiere tomar algo, inspector? —Las dos hermanas hablaron, como en un tono estéreo, pisándose las mismas palabras.
—Gracias, un poco de agua fresca, por favor.
Marín sacó un bloc de notas y pidió los teléfonos del tal Kako y la otra. Las hermanas sacaron sus móviles, ambos de la marca Samsung, sin duda el mismo modelo. Se miraron, sonrieron, y María guardó el suyo para que su hermana se encargara de darle los datos al policía. Luego, la mayor se levantó y desapareció por uno de los pasillos. La estancia quedó en silencio, como desierta. Sin embargo, María seguía allí, mirando fijamente al inspector. Este esbozó una ligera sonrisa, y ella sonrió a su vez. Sin embargo, el hielo persistía entre ellos, como si la distancia física que los separaba pudiera contener un universo entero.
—Aquí tiene inspector, los últimos informes médicos de mi tío. Habrá observado ya que mi hermana es bastante tímida, aunque no lo parece si estamos juntas, ¿no es cierto?
Marta recuperó el asiento de antes, pegadita a su hermana.
—Pues no sé decirle, yo tampoco soy demasiado hablador. Me gusta más observar, ciertamente.
Ambas hermanas sonrieron a la vez, y Marín tuvo la sensación de que la entrevista daba poco más de sí. Bebió un trago del vaso que le acababa de traer la fámula, y echó un vistazo a los informes médicos.
—Su tío tenía artrosis degenerativa de varios años de evolución, hígado graso, rotura de cadera con inserción de prótesis en el año 2.014 …
—Sí.—Corroboró Marta.
—... operado de cataratas en 2.013, y una neumonía en 2.015.
—Así es.—De nuevo, habló Marta.
—Vale. Estos informes los uniré al expediente si no tienen inconveniente.
—No se preocupe, estamos de acuerdo. Muerto mi tío, esos informes ya no son necesarios. Lo que deseamos es que se aclare todo este asunto.
—En eso estamos, señorita, en eso estamos.
—¿Han venido ya los análisis finales de la autopsia?
María habló sin duda refiriéndose a los análisis químicos que habitualmente se solicitan con posterioridad al examen del cuerpo de la víctima.
—No, aún no.
—Pero nos informará de todo, ¿verdad?
La súplica que demostraban las pupilas de María reflejaban sinceridad, y Marín no fue ajeno a esta circunstancia. La miró de hito en hito, y por un momento, pareció que ambos habían conectado en un plano distinto al material.
—Claro.—Se oyó decir vacuo, como si la escena la estuviera contemplando a varios metros de distancia.
—Gracias.—Dijo ella.
—De nada.—Contestó Marín.
El inspector tuvo la sensación de que el tiempo se había congelado en los ojos de la chica, hasta que una frase lo volvió a la realidad.
—Gracias por venir, Luciana lo acompañará a la puerta.
En este caso, fue Marta la que habló. Marín recuperó la normalidad, desvió la vista hacia la ventana, y se despidió con una fórmula habitual. Bajó los seis pisos como un adolescente, con alegría sin motivo y energía de sobra. Cuando por fin salió al exterior, se notó distinto, aunque realmente, no sabía por qué.