CAPÍTULO 1.- UN CADÁVER EN EL CONGELADOR.-
“Distinguido
inspector:
Le envío
la primera reseña del diario que comienzo hoy.
He
decidido compartirlo sólo con Vd., aunque le advierto que había
otros candidatos que finalmente han quedado fuera de mi proceso de
selección. Las razones, no necesita conocerlas. Baste decir que debe
sentirse honrado, dentro de poco será un hombre muy conocido. En sus
manos estará quebrar el fin de esta historia, o someterse a la
misma. Esto último será sin duda más fácil; pero no debo perderme
en detalles que no son importantes.
Mamá ha
dejado por fin de toser. La molesta tos, no fue erradicada por
jarabes ni inhaladores. Pese a mi dedicación, y a las friegas
nocturnas de “vicks-vaporub”, no remitía, de modo que, cansado
de oír todas las noches su persistente y desesperante “cog-cog”,
tomé la mejor decisión posible, para ella y también para mí,
claro.
Ya está
hecho, y me alegro por los dos.
Ahora,
ella reposa tranquilamente en el congelador, donde el calor no le
afecta, ni tampoco anida la corrupción.
Su
cuerpo pervivirá por siempre … mientras se pague la factura de
luz, por supuesto.
Un
saludo, y hasta la próxima”
El
inspector Marín alejó el papel y con la otra mano, se bajó las
gafas de concha y miró hacia atrás.
¿Qué
coño era eso?
—Oye,
¿tenéis ganas de broma?. — Dijo en voz alta.
Escrutó
los rostros, pero no advirtió nada sospechoso. Marina se esforzaba
en dejar impresa la marca de sus dientes en un “bic” azul,
mientras que la otra mesa, la que normalmente ocupaba Lázaro, estaba
vacía.
«En
el bar, seguro».
—¿Eh?.
—Alzó algo más la voz, pero nadie miró.
Fijó
sus ojos en el final de la nota. No tenía firma. Miró el reverso
del sobre: sin remite alguno. En el destinatario, “Para el
Inspector Marín”, la dirección de las dependencias policiales, y
como información complementaria, “Grupo de Homicidios”. La
etiqueta estaba hecha con impresora láser.
Nada
más.
Dio
vuelta a la página, y se encontró con un reverso en blanco. Alzó
la muñeca izquierda: su reloj de esfera negra marcaba las 13.50
horas. El cartero solía llegar sobre las 12.00, con lo cual, la nota
llevaba en su mesa más o o menos desde entonces.
Revisó
el resto de correo: varios oficios de juzgados, comunicaciones de
otras comisarías, nada especial.
Se
ajustó las gafas de concha. Tenía hambre, de modo que dejó la nota
en la mesa y se dirigió al bar.
—Una
cerveza fresquita.
Observó
que Lázaro conversaba animadamente en el patio con otro compañero.
Marín acomodó su par de nalgas en un taburete alto, y saboreó el
primer sorbo. Luego, salió fuera con la bebida en la mano y encendió
un cigarrillo. A sus cincuenta y cinco, poco le quedaba por hacer. Su
carrera en la policía había sido brillante, sin contar un par de
errores de bulto. El primero de ellos, dirigir una investigación con
un enorme despliegue de medios contra una mafia china de trata de
personas que resultó ser un “bluff”, ya que los principales
testigos se negaron al final a ratificar sus denuncias y huyeron a
China. El segundo, un crimen no resuelto y mal dirigido: una chica
asesinada aparece en el Guadalquivir. El novio, presunto culpable y
en paradero desconocido cuando aparece el cadáver, presenta una
coartada incontestable justo el día del juicio: el día en que
supuestamente ocurren los hechos, estaba a mil kilómetros. El
procedimiento se sobresee, y el novio queda en libertad. Ambos casos
quedan archivados, sin terminar, sin culpable. Ello fue suficiente
para que Dámaso Marín, tozudo como pocos, prefiriera seguir siendo
un simple inspector de homicidios en Sevilla, antes que pedir el
traslado a otra ciudad y ascender.
Tomó
otro sorbo.
—¿Tienes
ganas de broma, Lázaro?
La
pregunta fue dirigida a un vaso medio vacío, aunque el destinatario
la recibió perfectamente, pese a que estaba a varios metros de
distancia.
—Mi
querido compañero, no sé a qué te refieres. ¿Quizás al chicle
pegado en la cerradura de tu taquilla?
Lázaro
le pasó el brazo por la espalda. Su fama de juerguista, a la vez que
cínico y guasón trascendía los límites de la comisaría.
—Eso
ya pasó, fue la pasada semana. Hablo de la carta.
—¿Qué
carta? No sé nada de ninguna carta. Tómate otra, pago yo. Vamos.
—No,
aún estoy fumando. ¿Seguro que no me has enviado una carta?
—Segurísimo.
No es mi estilo, ya lo sabes.
Era
cierto. Lázaro gastaba bromas a todos los compañeros, pero de tipo
podíamos denominar visual, efectista. Ponía chicle en la cerradura
de una taquilla, difundía chismes verdes entre las féminas del
cuerpo … pero la carta no era propia de él. Con su metro noventa,
Lázaro dominaba ampliamente la figura de Marín, y lo escoltó
cariñosamente hasta la barra. Su barba lo hacía parecer respetable,
pero era tan sólo una imagen engañosa.
—Ponle
otra a mi amigo, pago yo.
—¿Tienes
algún caso raro últimamente, algún asesino de madres que escriba
cartas?.—inquirió Marín.
Lázaro
dejó un billete sobre la barra.
—Tengo
un ajuste de cuentas entre rumanos con un muerto, varios casos de
violencia de género con lesiones graves y una prostituta
desaparecida. Nada más. ¿Por?
—Por
nada. He recibido una carta extraña, seguramente de algún
desquiciado, a tenor del texto.
—¿Dirigida
a la policía en general?
—Eso
es lo raro, va dirigida a mí particularmente.
—Bah,
no la tomes en serio. Algún enemigo de la infancia que te tendrá
envidia, un marido ofendido, un antiguo cliente enviado a prisión
...
Podía
ser cierto. No en vano, algún que otro compañero había recibido
cartas amenazadoras de individuos que resultaron ser antiguos
conocidos, gente enviada a prisión o simplemente resentidos por
algún hecho del pasado. Por eso, bebió un largo trago y decidió
dejarlo pasar. Consultó el móvil, las noticias deportivas le
interesaban especialmente. Buen forofo del deporte rey, Marín,
soltero empedernido y mujeriego dedicado, tenía como hobbys su
afición al fútbol, a la cerveza y a la ginebra suave. Y por
supuesto, al género femenino.
—Te
dejo, voy a terminar unos informes.
Lázaro
salió. Él y Marín se conocían hace muchos, muchísimos años, y
pese a algún que otro desencuentro, Dámaso —que era el nombre de
pila de Marín— se fiaba de su criterio y valoraba su amistad.
Terminó
la bebida, y con la determinación de destruir la carta, subió al
despacho. Sin embargo, cuando la tuvo entre sus manos, un sexto
sentido le hizo desistir de esa idea, y contra su criterio inicial,
abrió el primer cajón del escritorio y la guardó allí.
«Bueno,
nunca se sabe»,
se dijo, de modo que respiró hondo y se sumergió en un atestado que
tenía que descifrar.
Un nuevo relato? Me sorprende, a ver cómo va, lo leeré con atención. Un saludo.
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