viernes, 7 de junio de 2019


CAPÍTULO 1.- UN CADÁVER EN EL CONGELADOR.-

“Distinguido inspector:
Le  envío la primera reseña del diario que comienzo hoy.
He decidido compartirlo sólo con Vd., aunque le advierto que había otros candidatos que finalmente han quedado fuera de mi proceso de selección. Las razones, no necesita conocerlas. Baste decir que debe sentirse honrado, dentro de poco será un hombre muy conocido. En sus manos estará quebrar el fin de esta historia, o someterse a la misma. Esto último será sin duda más fácil; pero no debo perderme en detalles que no son importantes.
Mamá ha dejado por fin de toser. La molesta tos, no fue erradicada por jarabes ni inhaladores. Pese a mi dedicación, y a las friegas nocturnas de “vicks-vaporub”, no remitía, de modo que, cansado de oír todas las noches su persistente y desesperante “cog-cog”, tomé la mejor decisión posible, para ella y también para mí, claro.
Ya está hecho, y me alegro por los dos.
Ahora, ella reposa tranquilamente en el congelador, donde el calor no le afecta, ni tampoco anida la corrupción.
Su cuerpo pervivirá por siempre … mientras se pague la factura de luz, por supuesto.
Un saludo, y hasta la próxima”

     El inspector Marín alejó el papel y con la otra mano, se bajó las gafas de concha y miró hacia atrás.
¿Qué coño era eso?
     —Oye, ¿tenéis ganas de broma?. — Dijo en voz alta.
     Escrutó los rostros, pero no advirtió nada sospechoso. Marina se esforzaba en dejar impresa la marca de sus dientes en un “bic” azul, mientras que la otra mesa, la que normalmente ocupaba Lázaro, estaba vacía.
     «En el bar, seguro».
     —¿Eh?. —Alzó algo más la voz, pero nadie miró.
     Fijó sus ojos en el final de la nota. No tenía firma. Miró el reverso del sobre: sin remite alguno. En el destinatario, “Para el Inspector Marín”, la dirección de las dependencias policiales, y como información complementaria, “Grupo de Homicidios”. La etiqueta estaba hecha con impresora láser.
     Nada más.
     Dio vuelta a la página, y se encontró con un reverso en blanco. Alzó la muñeca izquierda: su reloj de esfera negra marcaba las 13.50 horas. El cartero solía llegar sobre las 12.00, con lo cual, la nota llevaba en su mesa más o o menos desde entonces.
     Revisó el resto de correo: varios oficios de juzgados, comunicaciones de otras comisarías, nada especial. Se ajustó las gafas de concha. Tenía hambre, de modo que dejó la nota en la mesa y se dirigió al bar.
     —Una cerveza fresquita.
     Observó que Lázaro conversaba animadamente en el patio con otro compañero. Marín acomodó su par de nalgas en un taburete alto, y saboreó el primer sorbo. Luego, salió fuera con la bebida en la mano y encendió un cigarrillo. A sus cincuenta y cinco, poco le quedaba por hacer. Su carrera en la policía había sido brillante, sin contar un par de errores de bulto. El primero de ellos, dirigir una investigación con un enorme despliegue de medios contra una mafia china de trata de personas que resultó ser un “bluff”, ya que los principales testigos se negaron al final a ratificar sus denuncias y huyeron a China. El segundo, un crimen no resuelto y mal dirigido: una chica asesinada aparece en el Guadalquivir. El novio, presunto culpable y en paradero desconocido cuando aparece el cadáver, presenta una coartada incontestable justo el día del juicio: el día en que supuestamente ocurren los hechos, estaba a mil kilómetros. El procedimiento se sobresee, y el novio queda en libertad. Ambos casos quedan archivados, sin terminar, sin culpable. Ello fue suficiente para que Dámaso Marín, tozudo como pocos, prefiriera seguir siendo un simple inspector de homicidios en Sevilla, antes que pedir el traslado a otra ciudad y ascender.
     Tomó otro sorbo.
     —¿Tienes ganas de broma, Lázaro?
     La pregunta fue dirigida a un vaso medio vacío, aunque el destinatario la recibió perfectamente, pese a que estaba a varios metros de distancia.
     —Mi querido compañero, no sé a qué te refieres. ¿Quizás al chicle pegado en la cerradura de tu taquilla?
     Lázaro le pasó el brazo por la espalda. Su fama de juerguista, a la vez que cínico y guasón trascendía los límites de la comisaría.
     —Eso ya pasó, fue la pasada semana. Hablo de la carta.
     —¿Qué carta? No sé nada de ninguna carta. Tómate otra, pago yo. Vamos.
     —No, aún estoy fumando. ¿Seguro que no me has enviado una carta?
     —Segurísimo. No es mi estilo, ya lo sabes.
     Era cierto. Lázaro gastaba bromas a todos los compañeros, pero de tipo podíamos denominar visual, efectista. Ponía chicle en la cerradura de una taquilla, difundía chismes verdes entre las féminas del cuerpo … pero la carta no era propia de él. Con su metro noventa, Lázaro dominaba ampliamente la figura de Marín, y lo escoltó cariñosamente hasta la barra. Su barba lo hacía parecer respetable, pero era tan sólo una imagen engañosa.
    —Ponle otra a mi amigo, pago yo.
    —¿Tienes algún caso raro últimamente, algún asesino de madres que escriba cartas?.—inquirió Marín.
     Lázaro dejó un billete sobre la barra.
     —Tengo un ajuste de cuentas entre rumanos con un muerto, varios casos de violencia de género con lesiones graves y una prostituta desaparecida. Nada más. ¿Por?
     —Por nada. He recibido una carta extraña, seguramente de algún desquiciado, a tenor del texto.
     —¿Dirigida a la policía en general?
     —Eso es lo raro, va dirigida a mí particularmente.
     —Bah, no la tomes en serio. Algún enemigo de la infancia que te tendrá envidia, un marido ofendido, un antiguo cliente enviado a prisión ...
     Podía ser cierto. No en vano, algún que otro compañero había recibido cartas amenazadoras de individuos que resultaron ser antiguos conocidos, gente enviada a prisión o simplemente resentidos por algún hecho del pasado. Por eso, bebió un largo trago y decidió dejarlo pasar. Consultó el móvil, las noticias deportivas le interesaban especialmente. Buen forofo del deporte rey, Marín, soltero empedernido y mujeriego dedicado, tenía como hobbys su afición al fútbol, a la cerveza y a la ginebra suave. Y por supuesto, al género femenino.
     —Te dejo, voy a terminar unos informes.
     Lázaro salió. Él y Marín se conocían hace muchos, muchísimos años, y pese a algún que otro desencuentro, Dámaso —que era el nombre de pila de Marín— se fiaba de su criterio y valoraba su amistad.
     Terminó la bebida, y con la determinación de destruir la carta, subió al despacho. Sin embargo, cuando la tuvo entre sus manos, un sexto sentido le hizo desistir de esa idea, y contra su criterio inicial, abrió el primer cajón del escritorio y la guardó allí.
     «Bueno, nunca se sabe», se dijo, de modo que respiró hondo y se sumergió en un atestado que tenía que descifrar.
 





1 comentario:

  1. Un nuevo relato? Me sorprende, a ver cómo va, lo leeré con atención. Un saludo.

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