CAPÍTULO
2.- LAS GEMELAS AGUIRRE.-
Otra
vez lunes. De nuevo esa sensación de peso en la nuca y el augurio de
una semana difícil. El jefe estaba especialmente quisquilloso con el
asunto de las gemelas. ¿Una de ellas podía ser la sospechosa, las
dos o ninguna de ellas?¿Había alguien de fuera de la casa
involucrado, como en el caso Urquijo? Una muerte en la familia, y
ciertos indicios de que no fue por causas naturales. Gente de bien,
apenas nada en las noticias y una orden directa: no imputar a nadie
hasta que lo tengamos claro. “Pero Marín, mueva el culo, ¿oyó?,
quiero resultados o le archivo el caso.”
Julián
Bravo, el jefe de grupo, era un hombre a primera vista educado,
aunque sus modales a veces rozaban el insulto. Revestido de un halo
de familiaridad, se permitía ciertas licencias con sus subordinados
que vistas desde fuera podían considerarse claras humillaciones. A
su favor, una hoja de servicios perfecta y un olfato criminal
envidiable. Vino de Burgos, trasladado. La culpable, una cordobesa
afincada en Triana, una fiera entre sábanas. “Créeme, Marín, a
mi edad nunca pensé que mujer así pudiera existir. Me tiene
totalmente abducido.”
Y es que
el jefe, según le había confesado un día Lázaro delante de un par
de cafés y sendas magdalenas de chocolate, era un devoto seguidor de
las series y programas que tenían a los extraterrestres como
protagonistas.
—No
me jodas.—Marín abrió tanto los ojos que sus pestañas chocaron
con el cristal de las gafas.
—Tal
y como te lo cuento. Una noche me encontré al jefe en un pub del
centro. Estaba ebrio, y en dicho estado me hizo la confesión,
haciéndome jurar sobre la memoria de mi madre que nunca lo contaría.
—Y
sin embargo, me lo has contado.
—Bah,
mi madre murió hace ya tiempo. Dejó casi todos sus bienes a mi
hermano sólo porque era el mayor, un parásito sin empleo con cinco
niños de tres madres distintas. Según ella, tenía más necesidad
que yo. El juramento me lo paso por los cojones.
—Ya
veo.
Por
tanto, lunes mediodía, de camino. Había concertado una entrevista
con ellas; por teléfono, como siempre. Marín recorrió a pie la
escasa distancia entre la comisaría y el inmueble familiar. Un piso
en un alto bloque, muy céntrico, en el barrio de Los Remedios. Un
sexto con ascensor, y según pudo saber después, con una amplísima
terraza.
El
video portero se iluminó y una voz del otro lado del Atlántico
respondió.
—Buen
día. ¿Qué desea?
—Vengo
a ver a las hermanas Aguirre. Soy de la policía.
—¿Otra
vez? Bueno, espere un momento.
Marín
se apoyó en la pared, la mañana estaba siendo calurosa, aunque el
móvil le indicaba bajada de las temperaturas para el fin de semana.
Buscó en el bolsillo sin hallar pañuelo alguno, seguro lo dejó en
casa. A falta de pan, secó el sudor con el dorso de la mano. Tras
unos largos segundos, un zumbido molesto y persistente le indicó que
la puerta estaba abierta.
El
ascensor, pintado de un verde anticuado y pringoso, era
exasperantemente lento. Su interior, pequeño y cuadriculado, parecía
querer medir el temple de sus usuarios y su resistencia a la
claustrofobia. Marín volvió a sudar nada más entrar, y tuvo la
extraña sensación de que las paredes menguaban a cada piso que
dejaba atrás. Llegó al último con la respiración entrecortada y
empapado en sudor. Juró bajar por las escaleras.
—¿A
quién debo anunciar?
La
puerta de la izquierda, según se salía del engendro torturador
pintado de verde, aparecía abierta y asegurada por una chica de
tamaño medio vestida con el típico uniforme del servicio doméstico
de los años sesenta, blanco sobre negro o al revés según se mire,
cofia y zapatos a juego. Su mente saltó como un rayo: «Nombre,
Luciana Rodríguez, uno sesenta metros de estatura. Procedencia,
Colombia. Edad, treinta y cuatro años, soltera, con papeles. Lleva
en la casa un año, cinco en total en España. Sin antecedentes
penales ni policiales».
—Soy
el inspector Marín. Concerté una cita con las hermanas Aguirre
ayer.
—Pase.
La
fámula guió a Marín hasta una especie de vestíbulo con sofá
esquinado y una mesita baja.
—Espere
un momento, voy a avisar.
—Gracias.
Luciana
se perdió por un pasillo, a la izquierda de la entrada, y Marín,
por instinto, le miró el trasero mientras la chica se alejaba.
«Prometedor», se dijo.
Desvió
la vista hacia su derecha: un revistero, un mueble bar y varias
publicaciones médicas, con ilustraciones que no tuvo intención
alguna de descifrar. Su mirada se posó en un número de “Interviú”
en cuya portada aparecía un titular que rezaba “Por qué faltan
médicos en España”, entre otros. La chica que mostraba sus pechos
a la concurrencia era Kate Rockwell, de la serie “Sexo en Nueva
York”. Abrió la revista fechada en el año 2.009 y fue directo a
las páginas centrales.
—Pase
por aquí.
Chasqueó
la lengua; le hubiera gustado ver a aquella hembra con tranquilidad,
pero no había tiempo. El trabajo, siempre el trabajo …
La
chica lo guió a través de un largo pasillo en semipenumbra, hasta
que apareció de repente un salón enorme, cuadrangular y con un
ventanal que prácticamente lo recorría de uno a otro extremo.
Varias macetas de mediano tamaño en las esquinas y una luz natural
limpia y abundante daban a la estancia un aspecto casi tropical. A la
derecha, un sofá enorme, en forma de L y detrás del mismo, una
estantería que llegaba hasta el techo llena de libros. Sentadas, dos
mujeres una junto a la otra.
—El
inspector Marín, ¿verdad?
—Sí.
—Siéntese,
por favor.
Dámaso,
obediente, acomodó sus posaderas con cierta lentitud mientras daba
un repaso mental a la información básica que necesitaba. «Marta y
María Aguirre, 35 años, gemelas idénticas, uno sesenta y cinco de
estatura, cabello castaño. Relación con la víctima, sobrinas
carnales por vía materna. Ambas licenciadas en Filosofía por la
Universidad de Sevilla. Solteras, y sin compromiso conocido».
—Usted
dirá. ¿Hay alguna novedad sobre el caso?
Habló
la que estaba sentada a la izquierda del inspector. Marín se percató
de que ambas iban vestidas iguales, minifalda azul claro, camiseta
blanca y zapatillas a juego. Los calcetines, a rayas celestes y
blancas. No estaban maquilladas, ni tan siquiera una pizca de carmín
en los labios. Su mirada de viejo policía reconoció los rasgos de
los rostros que había visto antes, en las fotos del expediente.
Rasgos finos, delicados, con pómulos algo salientes, barbillas con
hoyuelo y labios desiguales, siendo un poco más grueso el inferior.
Los ojos, grisáceos, de una tonalidad y tamaño tan extraños como
sugestivos. En efecto, Marín recordaba haber visto alguna que otra
película de serie B, en la que aparecían seres de otro planeta con
formas oculares parecidas a las de las chicas que tenía delante.
«Formas
muy bellas, sin duda»,
se dijo.
—Pues
verá, de momento no estoy autorizado a darles ninguna información.
Tan sólo venía a ver si podían facilitarme documentación médica
de su tío, y hablarme de las últimas visitas que tuvo días antes
de su muerte. Si es que tuvo alguna, claro.
—Nuestro
tío recibía únicamente la visita de su amigo Kako, que venía de
vez en cuando.
Habló
la otra chica, la que estaba sentada a la derecha del inspector.
Marín abrió la boca para hablar, pero la otra hermana se le
adelantó.
—Perdón,
somos unas maleducadas y entiendo su desconcierto. Yo soy Marta y
ella es mi hermana María. Yo soy la mayor.
El
inspector miró sus manos, dos pares colocadas en la misma posición:
sobre las rodillas.
—Bueno,
Keiko también venía alguna que otra vez.
Esta
vez fue María la que habló. En ese instante, entró la chica
colombiana.
—¿Necesitan
algo los señores?
—¿Quiere
tomar algo, inspector? —Las dos hermanas hablaron, como en un tono
estéreo, pisándose las mismas palabras.
—Gracias,
un poco de agua fresca, por favor.
Marín
sacó un bloc de notas y pidió los teléfonos del tal Kako y la
otra. Las hermanas sacaron sus móviles, ambos de la marca Samsung,
sin duda el mismo modelo. Se miraron, sonrieron, y María guardó el
suyo para que su hermana se encargara de darle los datos al policía.
Luego, la mayor se levantó y desapareció por uno de los pasillos.
La estancia quedó en silencio, como desierta. Sin embargo, María
seguía allí, mirando fijamente al inspector. Este esbozó una
ligera sonrisa, y ella sonrió a su vez. Sin embargo, el hielo
persistía entre ellos, como si la distancia física que los separaba
pudiera contener un universo entero.
—Aquí
tiene inspector, los últimos informes médicos de mi tío. Habrá
observado ya que mi hermana es bastante tímida, aunque no lo parece
si estamos juntas, ¿no es cierto?
Marta
recuperó el asiento de antes, pegadita a su hermana.
—Pues
no sé decirle, yo tampoco soy demasiado hablador. Me gusta más
observar, ciertamente.
Ambas
hermanas sonrieron a la vez, y Marín tuvo la sensación de que la
entrevista daba poco más de sí. Bebió un trago del vaso que le
acababa de traer la fámula, y echó un vistazo a los informes
médicos.
—Su
tío tenía artrosis degenerativa de varios años de evolución,
hígado graso, rotura de cadera con inserción de prótesis en el año
2.014 …
—Sí.—Corroboró
Marta.
—...
operado de cataratas en 2.013, y una neumonía en 2.015.
—Así
es.—De nuevo, habló Marta.
—Vale.
Estos informes los uniré al expediente si no tienen inconveniente.
—No
se preocupe, estamos de acuerdo. Muerto mi tío, esos informes ya no
son necesarios. Lo que deseamos es que se aclare todo este asunto.
—En
eso estamos, señorita, en eso estamos.
—¿Han
venido ya los análisis finales de la autopsia?
María
habló sin duda refiriéndose a los análisis químicos que
habitualmente se solicitan con posterioridad al examen del cuerpo de
la víctima.
—No,
aún no.
—Pero
nos informará de todo, ¿verdad?
La
súplica que demostraban las pupilas de María reflejaban sinceridad,
y Marín no fue ajeno a esta circunstancia. La miró de hito en hito,
y por un momento, pareció que ambos habían conectado en un plano
distinto al material.
—Claro.—Se
oyó decir vacuo, como si la escena la estuviera contemplando a
varios metros de distancia.
—Gracias.—Dijo
ella.
—De
nada.—Contestó Marín.
El
inspector tuvo la sensación de que el tiempo se había congelado en
los ojos de la chica, hasta que una frase lo volvió a la realidad.
—Gracias
por venir, Luciana lo acompañará a la puerta.
En
este caso, fue Marta la que habló. Marín recuperó la normalidad,
desvió la vista hacia la ventana, y se despidió con una fórmula
habitual. Bajó los seis pisos como un adolescente, con alegría sin
motivo y energía de sobra. Cuando por fin salió al exterior, se
notó distinto, aunque realmente, no sabía por qué.
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