sábado, 9 de abril de 2022

Segundo capítulo: el nuevo caso del inspector Marín.-

 Estimad@s todos:


Después de un periodo de ausencia motivado por razones varias, y tras habérseme recriminado este hecho por parte de mis amigos, vuelve a la marcha este blog. 

Hace ya tiempo, se publicó el primer capítulo de una novela que aún no tiene título definido, pero que está elaborándose. El nuevo caso del inspector Dámaso Marín comienza, y espero que os guste tanto como el anterior, «Diario de un psicópata».

Sin más, os pongo este capítulo, amenazando con subir más poco a poco.

Salu2.

CAPÍTULO II.-

             El inspector Marín llegó a jefatura temprano, como todas las mañanas. Saludó al guardia de la garita, dio una última calada al pitillo y subió las escaleras de entrada. Mientras esperaba el ascensor, se descubrió silbando una conocida cancioncilla. En el despacho, Marina lo recibió con la mano. Tomó posesión de su asiento y consultó el móvil: María acababa de llegar a Londres, según lo previsto. Se ausentaba por un mes, tiempo suficiente para culminar un curso acelerado de perfeccionamiento del idioma. «Así me echarás de menos», dijo al marcharse.

            María y Dámaso vivían juntos desde hacía poco, en el piso de él. Ella era independiente y culta, y como había heredado de su fallecido tío una cuantiosa suma de dinero, no tenía problemas económicos. En realidad, nunca los había tenido. Sin nada que hacer, su inquieta mente barajó la posibilidad de hacer ese curso acelerado. Conseguiría un grado más de calificación en sus conocimientos del idioma, y conocería el Reino Unido.
            —¿Por qué no te vienes?
            —Imposible. Mi trabajo me retiene aquí.
            Dámaso sabía que ella era ave libre. No era conveniente cortar sus ansias de conocer mundo. Por eso, optó por dejarla hacer. Su relación estaba empezando y quería apostar por ella sin dejar que la chica hiciera lo que tuviera por conveniente. Él estaba vinculado a su trabajo, y por ello, sus diferencias sociales se hacían ver en estas ocasiones.
            La cabeza de Bravo asomó por la puerta.
            —Marín, ¿puede venir a mi despacho?
            —Claro.
            Julián Bravo se recostó en el asiento abatible y cruzó las manos. Miró a su subordinado con curiosidad. Tenía que forzarlo para que accediera a sus deseos.
            —Aún le quedan quince días de vacaciones. ¿Tiene intención de disfrutarlos?
            —De momento, no, jefe. ¿Por?
            —Como sabe, tengo al resto de compañeros ocupados en casos que requieren total atención.
            —¿Quiere decirme algo jefe? No le sigo.
            Bravo reflexionó antes de contestar. Debía plantear la cuestión de modo que su interlocutor no tuviera salida.
            —Nos ha surgido un caso en el norte de España. No es propiamente competencia de nuestro grupo pero para mí es de sumo interés.
            —Bien, ¿quiere que me desplace allí y haga una investigación? Por mí encantado, mi novia está de vacaciones por un mes.
            Bravo ya lo sabía. Las noticias vuelan entre los muros de la casa.
            «Perfecto, la primera parte del plan funciona. Ahora vamos con la segunda», se dijo Julián.
            —Quiero que haga algo más. Como será una investigación de apoyo, prácticamente será extraoficial. Deberá ir allí estando de vacaciones. Si todo sale bien, volverá con el caso resuelto. Si no tiene éxito, pues no pasa nada.
            —Pero perdería mis vacaciones, jefe.
            —Por eso no se preocupe. No olvide que yo soy el que controla los permisos. Cuando vuelva, borraré el registro y aquí no ha pasado nada. Seguirá teniendo sus mismos derechos.
            Marín frunció el ceño. Era la primera vez que su jefe le proponía algo ilegal. ¿Qué interés tenía él en todo este asunto.
            —Le voy a explicar el caso. Preste atención, y tenga, esta copia es para Vd.
            Bravo le acercó una copia del atestado enviado por Matías Pedraza, y comenzó a relatarle la historia tal y como la había conocido él mismo. Cuando finalizó su exposición, guardó silencio.
            —¿Qué le diré a mis compañeros?
            —Puede decirles la verdad sin hacer alusión a las vacaciones. Dígales que tiene que apoyar una investigación en Asturias. Con eso bastará. No es la primera vez que tenemos que desplazarnos, eso está claro.           
            —Claro —repitió Marín sin mucha convicción.
      —Aquí tiene el billete de avión. Sale Vd. mañana a primera hora. Matías lo esperará en el aeropuerto.
            —De acuerdo.
            Marín se levantó con una sensación extraña. Cuando llegó a su despacho, a su mente acudieron varias incógnitas. ¿Por qué el jefe lo había elegido a él? Sin duda, Bravo se llevaba mejor con Lázaro, con Marina o con cualquiera de sus otros compañeros. Entonces, la elección le pareció inusual. ¿Acaso no confiaba en que el caso podía resolverse y por eso lo enviaba a él, para que fracasara? ¿Era eso, una excusa para quedar bien con su amigo Matías sin comprometerse?
            Pudiera ser.
            Decidió dejar de pensar en ello. En cualquier caso, la idea le atraía. El hecho de cambiar de aires por una temporada constituía una perspectiva tentadora. Y además, nunca había estado en Asturias.
            Cuando terminó el trabajo, llegó a casa, llamó por teléfono a su hermano y le contó su nuevo destino, anunciando que iría por la tarde a despedirse de él y de su madre. Luego, metió en la maleta ropa de abrigo y lo más imprescindible que pudo encontrar. Envió un mensaje de Whatsapp a María con la noticia, y se dispuso a almorzar.
            «Me alegro por ti. Tenme al corriente, tráeme un regalo y queso de cabrales. Un beso», le respondió al poco la chica.
           
            A las 9 horas y quince minutos del siguiente día, su avión despegó con normalidad. El inspector se palpó el estómago cuando la nave alcanzó estabilidad, lamentando que los comprimidos que había ingerido tardaran tanto tiempo en hacer efecto.
            Cerró los ojos. Una gota de sudor inadvertida se deslizó mejilla abajo, sorteando la comisura de la boca hasta la barbilla. Marín abrió la primera, e hizo un vano intento por quedarse dormido.
            Apenas hora y media después, el vuelo había concluido. Una de las azafatas tuvo que despertarlo tocándole en el hombro para indicarle que tenía que abandonar la nave. El inspector asintió de forma repetitiva, y antes de coger la bolsa de mano restañó el sudor que empapaba su rostro.
            Esperó en la consigna de equipajes mientras con un pañuelo de papel limpiaba los cristales de sus gafas de concha. Eran nuevas, más modernas que las anteriores, y según su novia, lo favorecían mucho.
            Ya con la impedimenta en mano, salió al exterior. Un hombre de mediana edad y con tupido bigote lo miraba de lejos. Por las trazas, sería Matías, como así fue. El hombre lo ayudó con el equipaje y le dijo que lo siguiera.
            —El inspector Marín, ¿verdad? Bravo me avisó de su llegada.
            —El mismo. Usted es Matías.
            —Sí.
            Ambos se dirigieron al aparcamiento. Un Peugeot 308 les esperaba. Matías, de paisano, camisa blanca y vaqueros, invitó al inspector a sentarse en el asiento del copiloto.
            —No había estado nunca en Asturias, ¿verdad?
            —No. Siempre me ha atraído esta zona de España, pero nunca tuve la oportunidad de visitarla. Ahora voy a cumplir ese deseo.
            —La gente de aquí es distinta a la del sur. Son más cerradas en el trato, aunque leales y buenas personas. Ya lo verá.
            —No lo dudo.
            El Peugeot enfiló la carretera.
            Ambos permanecieron en silencio un rato. El estómago de Marín gruñó por un momento, pero no volvió a hacerse notar. Matías conducía con destreza el vehículo, atacando las curvas como si paseara sobre terreno conocido, y sin duda así era. Al cabo de poco rato, aminoró la marcha y encaró una desviación. Ambos permanecían callados, pero cuando el guardia civil tomó una carretera secundaria, le dijo que de momento, su prioridad era alojarlo lo mejor posible, y que hablarían del caso mañana cuando estuviera instalado.
            Dámaso asintió. La carretera oscilaba para él de derecha a izquierda, con lo cual, supuso que estaba algo mareado.
            Un cartel indicaba que habían llegado a «Villaverde de Bulnes», tras el cual, el vehículo redujo su marcha. Matías señaló con el dedo un edificio de color gris con varias banderas: la casa cuartel. Sin embargo, según aclaró, su domicilio iba a ser la antigua casa de sus padres, que estaba muy cerca de allí. Era un inmueble antiguo pero con espacio y comodidades. En realidad, y según explicó Matías, en el piso oficial no tenían sitio para alojar invitados. Sin embargo, comerían juntos todos los días.
            El vehículo continuó su marcha varios minutos más, hasta que finalmente se detuvo al final de la calle. El caserón de dos plantas era antesala de un camino de tierra que llevaba directamente a un prado que mostraba una variedad tal de tonalidades verdosas que Marín no había visto jamás.
            Matías aparcó y el motor dejó de rugir. Ambos bajaron del vehículo, y el guardia sacó de su bolsillo un manojo de llaves. Luego, introdujo una de ellas en la cerradura de la puerta de entrada y extendió la mano derecha para que Marín pasara dentro.
            La planta baja era amplia y contenía un recibidor, que daba acceso a un enorme salón con chimenea. Del mismo, se desgajaban tres pasillos que daban acceso a los dormitorios, la cocina y el cuarto de baño. Uno de ellos, además, finalizaba en una escalera de caracol que terminaba en otro recibidor en la planta alta. Allí, varias habitaciones vacías y una puerta metálica que permitía disfrutar de la terraza.
            La planta superior carecía de mobiliario, no así la de abajo, que contaba con las comodidades propias de cualquier hogar, como si estuviera siendo habitado por cualquier familia.
            —Hasta hace un mes, teníamos alquilada la planta de abajo a una familia francesa, pero tuvieron que marcharse. Por eso está lista.
            Matías le enseñó las estancias, cocina y el resto de dependencias. Junto a la chimenea, una leñera conteniendo troncos suficientes para mitigar el frío reinante, sobre todo por las noches. En el salón, una televisión de plasma y además, conexión a internet vía wifi y un ordenador de sobremesa.
            —El ordenador funciona perfectamente. La impresora es doméstica, pero da el apaño.
            En efecto, en el mismo mueble encontraban cobijo pantalla, teclado, ratón y algo más abajo, la impresora.
            —Perfecto —Sentenció Marín.
            —Te dejo para que puedas deshacer la maleta y ponerte cómodo. Te esperamos en casa sobre las 14.00 para almorzar.
            —De acuerdo.
            Dámaso oyó al poco cerrarse la puerta principal. Las llaves, sobre la mesa de entrada al inmueble. Marín tomó a pulso la maleta y la llevó al dormitorio. Luego, abrió el armario y dispuso las prendas en orden.
            Serían las 14.15 horas cuando llegó a la casa cuartel. Apagó el cigarrillo en la acera y saludó al guardia de la entrada.
            —Buenas tardes, ¿a dónde se dirige por favor?
            El inspector exhibió su placa y dijo al agente que estaba citado con Matías Pedraza en su casa.
            —Bien, siga todo recto y la segunda puerta a la derecha.
            Obediente, el inspector siguió las indicaciones y llamó a la puerta. A los pocos segundos, una mujer de algo menos de cuarenta con el pelo recogido en moño abrió.
            —Usted es Dámaso Marín, ¿verdad? Le estábamos esperando.     
            Dicho esto, franqueó la entrada y lo acompañó al salón. En una mesa de buenas proporciones adornada con un mantel de tela, varias viandas como entrantes, sobre todo quesos y chacinas.
            —Pasa, Dámaso, Estás en tu casa. —Le recibió Matías con una sonrisa.
            El inspector tomó asiento en el sitio indicado por su anfitrión. A su derecha, dos chavales, sin duda hijos de Matías.
            —Estos son mis hijos, Matías y Anxelina.
            —Encantado —Respondió Marín.
            Los niños se limitaron a sonreír sin decir palabra.
            —Son tímidos, no se lo tomes en cuenta —Excusó el padre.
            —No hay problema —Respondió el aludido.
            —Esta es Ayalga, mi mujer.
            —Encantado.
            La mujer le sonrió desde el pasillo que llevaba a la cocina.
            —Tenemos sidra, cerveza y vinos de la tierra. ¿Qué prefieres?
            —Pues ya que estoy aquí, probaré la sidra, gracias.
            Marín disfrutó con el almuerzo que Matías y su esposa le habían ofrecido.
            Los entrantes, exquisitos, y el guiso de carne receta de la propia Ayalga, digno de los mejores elogios. La señora de la casa estaba sentada en frente del inspector junto con su marido. Dámaso, mientras sorbía una cucharada de reconfortante sopa, la miró a hurtadillas. Era una mujer con una belleza extraña, sobrenatural. No podía decirse de ella que fuera guapa en el sentido estricto del término, pero en su rostro y sus maneras había algo que llamaba la atención. El inspector decidió dejar de pensar en ello.
            Nada más finalizar los postres, los adolescentes huyeron a sus habitaciones y mientras Ayalga recogía los platos, Matías ofreció un coñac que Marín de buena gana aceptó. Tomaron asiento cerca de la chimenea mientras el guardia civil entró de lleno en el asunto y le explicò al inspector sus impresiones del caso.
            En un municipio como aquel, nunca se había dado un caso similar. Había violencia de género, cómo no, pero eran supuestos aislados y de pequeña entidad: amenazas por whatsapp, insultos y poco más. Nada como aquello. De hecho, en los registros de la localidad no constaba que nunca se hubiera producido una muerte violenta, y mucho menos un asesinato.
            La desaparición de la víctima era un claro indicio de que algo extraño le había ocurrido, eso era cierto, máxime cuando sus pertenencias seguían en la casa familiar, pero ¿cómo resolver sin cadáver ni sospechoso un enigma como aquel? Matías insitió en considerar al marido como al principal sospechoso, pero no había pruebas en su contra. La casa estaba libre de manchas de sangre. Tampoco señales de violencia. Incluso con autorización del juez se habían  realizado varias excavaciones en el huerto con resultado negativo.
            —¿Preguntas? —Inquirió el guardia civil antes de tomar un nuevo sorbo de coñac.
            Marín guardó silencio. Ahora se explicaba el interés de su jefe en enviarlo allí.
            El caso se encontraba en un callejón sin salida, y él tendría que empezar prácticamente desde el principio. Si fracasaba, Bravo habría cumplido con su amigo del norte, y todos contentos. Lógicamente, ese fracaso sería imputable al incapaz inspector enviado, o sea, a él mismo. Era una misión destinada al olvido, un encargo vacuo, carente de sentido. Sin embargo, admiraba a Matías. Su petición de ayuda demostraba una sincera y tenaz intención de resolver el caso. No en vano, veía a sus vecinos todos los días, y en muchas miradas no se ocultaría el reproche.
            —¿Quién sabe que he venido para investigar el caso?
            —En principio, sólo mis compañeros del puesto y no sé si habrán compartido esa información con sus familias.
            O sea, que su presencia a estas horas ya la sabía todo el pueblo. Marín no olvidaba que Villaverde contaba con quinientas almas empadronadas, y estaba seguro de que en pocas horas, todos sabrían de su misión.
            —Bueno, eso quizá nos ayude. Y ayuda, vamos a necesitar a toneladas —Contestó Dámaso.
            Marín dio un trago a su coñac, y a su mente vino la promesa del guardia civil de no comentar el asunto en cuestión hasta el día siguiente. Era palpable que no había cumplido. Escasas horas después de su llegada, ya lo estaba poniendo en antecedentes. Se le veía preocupado y hasta ansioso por recibir ayuda.
            —Por su edad, supongo que tiene dilatada experiencia en este tipo de casos —aventuró Matías.
            —Toda experiencia es poca cuando se trata de resolver un suceso ocurrido un año atrás.
            —Claro. ¿Por dónde empezamos?
            —¿Empezamos? —Repitió Marín como un eco.
            —Sí. Supongo que iré con Vd. para servirle de apoyo.
            Dámaso recordó sus tiempos de academia.
            «La colaboración entre agentes es fundamental, cuatro ojos ven más que dos, y ocho, más que cuatro», solía decir uno de sus profesores. Sin embargo, el axioma no era compartido por el joven aspirante. Su individualismo y forma de trabajar eran bien conocidos, y la mayoría de las veces, censurados por sus superiores. No obstante, su actitud no había cambiado a lo largo de los años, ni tampoco su forma de trabajar.
            —Le explicaré como yo lo veo, y cuál es mi modo de llevar los asuntos.
            —Le escucho —Asintió Matías.
            —Si mi jefe me ha enviado, ha sido para que intente resolver el caso teniendo en cuenta que las pesquisas actuales han fracasado.
            —Correcto.
            —Así pues, mi misión parte de empezar desde el principio, y sólo podemos tener éxito si la investigación arroja conclusiones distintas a las actuales que nos permitan llegar a la verdad de lo ocurrido.
            Matías asintió con la cabeza.
            —Por tanto —continuó Marín— debo utilizar mi método y no el suyo, que nos llevaría a la misma conclusión.
            El guardia civil no dijo nada. Dio un sorbo a su copa.
            —En resumen, la investigación la llevaré personalmente, sin que Vd. ni nadie interfiera en las nuevas declaraciones de los testigos. Tengo que comprobar si las versiones difieren de las iniciales, y eso no podré hacerlo con su presencia.
            —Entonces, ¿no podré ayudarle?
            —Claro que sí, pero su intervención debe ser a posteriori, cuando yo necesite contrastar datos con Vd., no antes ni a la vez que mi investigación comienza, ¿lo entiende?
            —Creo que sí.
            Las copas estaban vacías, pero Matías no dijo nada. Continuó sentado mirando fijamente al inspector. Hubo un silencio tenso hasta que Dámaso alzó su copa.
            —Sí, claro, le sirvo otra —dijo el guardia civil a modo de respuesta.
            Servidas las copas, el inspector sacó del bolsillo una tarjeta y se la entregó a Matías.
            —Necesito que cuanto antes, me envíe a esta dirección de correo electrónico los nombres, direcciones y teléfonos de los personajes más cercanos a la víctima y al presunto asesino. Tampoco vendrían mal algunos nombres más de personas que conocieran a ambos, aunque fuera superficialmente. Ah, se me olvidaba, envíeme también un mapa del pueblo lo más detallado posible.
            —De acuerdo.
            —También necesito tener a mi disposición un vehículo.
            —No hay problema. Durante su estancia usará el mío privado. Yo tengo suficiente con el oficial.
            El anfitrión no preguntó para qué necesitaba el inspector un medio de transporte teniendo en cuenta que el pueblo podía recorrerse perfectamente a pie. Marín dedujo por ello que la conversación no había sido del todo lo que él esperaba.
            —Por cierto, reitero que el almuerzo ha sido delicioso, pero no se preocupe, procuraré comer por ahí lo más posible para no molestar a su esposa.
            —No es molestia.
            El inspector dio un último trago y la copa quedó vacía.
            —Bueno, ahora me marcho. Tengo cosas que hacer esta tarde.
            —En un par de horas tendrá los datos que me ha solicitado.
            —Gracias.
            Matías sacó del bolsillo las llaves de su vehículo particular y se las dio a Dámaso. Este las tomó, y se despidió con una sonrisa.
            El inspector llegó a su nueva residencia, se vistió con ropa cómoda y preparó café. Afortunadamente, la despensa estaba bien provista de viandas, incluyendo pasta, galletas, té, cacao, pan de molde y latas de todas clases. Abrió otra puerta: azúcar, sal y envases con una multitud de especias. Sí, decididamente, la casa había tenido inquilinos recientes.
            En la nevera, algunos congelados de comida rápida y en la zona superior, huevos, mantequilla, mermelada, leche y chacina envasada.
            Marín se prometió comprar una caja de cervezas lo antes posible.
            Listo el café, tomó la taza y encendió el ordenador. Antes, había extraído de su maleta un bloc de notas y una carpeta, un rotulador fluorescente amarillo y otro material de escritura.
            Su primera intención era dedicar la tarde a aprender todo lo posible sobre el pueblo y sus alrededores, a qué se dedicaban los habitantes, quién era el alcalde, y qué relaciones comerciales matenían con otras poblaciones.
            Llevaba casi dos horas tomando notas, cuando de improviso, el ordenador falló: una pantalla de color azul paralizó toda actividad. El inspector reinició el sistema varias veces, pero tras sucesivos mensajes de error que imposibilitaban el acceso al sistema, decidió llamar a Matías.
            —Anota este número: es el de Marcos, el informático del pueblo. Seguro que te resuelve el problema —Le respondió el guardia civil.
            —Gracias.
            Dámaso marcó el número.
            Tras relatar con detalle a su interlocutor el texto literal de los mensajes, este le comentó que el problema no podía solucionarse de modo remoto, con lo cual, tendría que personarse en el domicilio.
            —¿Me paso por allí mañana a las diez?
            —Perfecto. ¿Le digo la dirección?
            —No hace falta, ya la tengo —Respondió Marcos.
            Cuando la comunicación cesó, el inspector quedó boquiabierto. No sólo su presencia era ya un hecho sabido por todos los habitantes de Villaverde, sino que además, tuvo la sensación de sentirse espiado.
            ¿Cómo supo el informático dónde estaba sin haber mencionado la dirección?
            «Claro, al principio de la comunicación le di mi nombre», pensó Dámaso.
            Negó con la cabeza.
            No iba a ser fácil obtener información en unas circunstancias como aquellas, donde todos espían a todos. Sin embargo, otra idea le vino a la mente: si de verdad la escasez de habitantes y noticias podía provocar esa falta de intimidad en general, este hecho podía jugar a su favor.
            Se sentó en el sillón y sonrió: sin duda, en este pequeño universo, alguien sabe más de lo que ha contado.

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